La piel es el órgano más grande del cuerpo humano y entre sus principales funciones está la protección del organismo de factores externos como bacterias, sustancias químicas y temperatura.
Sin embargo no todas las pieles son iguales, ya que el grado de sensibilidad es diferente y por lo tanto también su reacción. Por esta razón, los dermatólogos subrayan la importancia de que cada persona conozca con exactitud las características de su piel y el grupo al que pertenece: grasa, normal, seca y muy sensible.
Este último tipo de piel es la que más sufre en invierno y en verano. Se caracteriza por ser muy irritable, tanto con los cambios de temperatura o las alteraciones climatológicas como por el roce con ciertas prendas de vestir. Asimismo, este tipo de piel tiende a sonrojarse y alterarse con facilidad.
En estos casos el cuidado y la protección deben ser aún mucho mayores que en las pieles normales, mixtas o grasas. La piel seca suele agrietarse y resecarse con facilidad si se le somete a aire frío y también necesita una adecuada hidratación. La piel grasa aguanta mejor los cambios bruscos de temperatura, así como los rigores propios del invierno y el verano.
Al mismo tiempo, la piel no suele ser homogénea, por lo que se dan varios tipos a la vez dependiendo de las zonas del cuerpo.
Por otra parte, la piel va evolucionando y modificándose con los años.
Los principales factores asociados al invierno que afectan de forma negativa a la piel son el frío, el viento, la humedad, los cambios bruscos de temperatura ambiental (contrastes de frío y calor) o la sequedad producida por algunas calefacciones con excesivo calor.
Todo ello provoca una gran deshidratación además de alteraciones cutáneas que se traducen visualmente en sequedades, descamaciones y fisuras, que a largo plazo conlleva un envejecimiento mayor de la piel.