El solo hecho se preguntarle a algunas personas “¿cómo estás?” puede deparar que un aluvión de quejas comience a ocupar todas sus respuestas, a partir de que distintas problemáticas parecieran abarcar cada área de su vida.
Estos adictos al drama se muestran tan sumidos en esas situaciones personales que no pueden dejar de hablar de sí mismos con detalle e histrionismo, reaccionando activamente desde lo emocional a la hora de interpretar como fatalidades los contratiempos cotidianos del día a día.
Así, frente a simples infortunios, existe un hábito nocivo que se vuelve recurrente y produce dolor y sufrimiento, atrapando a las personas en su modo de pensar (caracterizado por el extremismo, el fatalismo y el pesimismo) y llevando a ver la vida en términos de todo o nada.
Otra característica bien notoria es la intensidad emocional con la que experimentan los contratiempos, pasando frecuentemente de la calma al estrés, del miedo al pánico o del enojo a la furia en cuestión de instantes.
Este pensamiento dramático las lleva a vivir tensionadas, angustiadas y muy preocupadas, creyendo que la causa de su sufrimiento está siempre afuera. Esto lleva a que encuentren en el quehacer diario poco disfrute y mucho estrés, desazón y amargura.
Por otra parte, si sus interlocutores son empáticos y sensibles es probable que sus dramas los apenen y preocupen, comprometiéndolos emocionalmente.
Frente a esta realidad hay que marcar los límites en forma amable pero clara, mostrando interés con el relato pero acotando el tiempo disponible para escuchar, porque no es posible desatender los asuntos personales.
Es importante tener en cuenta que los límites claros ayudan a cuidar el propio espacio personal, y que a la hora de ayudar es relevante mantener el equilibrio en el intercambio, porque uno solo puede dar lo que tiene y solo puede tomar lo que necesita.