Si bien a lo largo de la vida los padres pretenden mantener una fuerte conexión con sus hijos, con la premisa de cuidar, educar y proveer, hay que reconocer y aceptar que cuando estos dejan atrás la adolescencia e ingresan en la adultez, comienzan a desarrollar un camino que los progenitores ya no controlan.
Es entonces cuando los padres se preguntan qué hacer, porque generalmente cuesta estar preparados para establecer un cambio en la relación. Frente a esta realidad, los entendidos en la materia sostienen que es un momento clave para no intentar ayudarlos sino solo empatizar, un aspecto que, en definitiva, es lo que los que hijos buscan.
Uno de los principales desafíos que se plantean es establecer un cambio de roles para los padres, que deben pasar de ser responsables y protectores a ser solidarios y consejeros, lo que implica una modificación profunda en la forma de relacionarse.
Obviamente resulta difícil dejar la costumbre de resolverles la vida a los hijos, y el desapego no ocurre de manera automática tras cumplir la mayoría de edad.
Es fundamental que los padres también tengan sus propias vidas, eviten sobreproteger y no se inmiscuyan excesivamente, permitiendo que sus hijos cometan errores y aprendan de ellos. La clave está en la comunicación abierta, el apoyo incondicional (sin que ello implique ser un salvavidas) y la creación de momentos de convivencia para fortalecer el vínculo.
Asimismo, se hace necesario definir y comunicar de manera concisa y segura cuáles son los límites, estableciendo normas claras sobre respeto y gratitud para evitar relaciones conflictivas o hijos “malagradecidos”.
También hay que dejar de lado la intención de que los hijos sigan un camino determinado o cumplan ciertas expectativas, ya que esto puede generar decepciones y conflictos. Hay que hablarles desde el respeto y la empatía, expresando los propios sentimientos sin imposiciones y escuchando su punto de vista.
Tampoco hay lugar para los padres controladores que pueden usar la culpa o la manipulación para mantener su dominio, generando una relación poco saludable para los hijos adultos.
Entre las claves para establecer una buena relación está el fomento de la independencia, animando a los hijos a que desarrollen su propio camino y asuman sus responsabilidades, reconociendo que no es trabajo de los padres controlarlos o gestionar su vida.
Para esto es vital entender que la dinámica familiar es diferente, con nuevas exigencias sociaLa “obligación” de cuidar a los nietosles y un énfasis en la libertad individual, y adaptar la relación a esta nueva realidad.
Los padres tienen que dedicar tiempo a actividades personales, aficiones y amistades que nutran sus vidas, y no solo enfocarse en las preocupaciones por los hijos adultos, que deben tomar sus propias decisiones y experimentar las consecuencias, incluso si son negativas, como una forma de aprendizaje y madurez.
El síndrome del nido lleno
Que los hijos adultos permanezcan viviendo en casa de sus padres, ya sea porque no se han independizado o porque han regresado después de una etapa de autonomía, es una situación que se plantea cada vez más a menudo.
Ya sea por causas económicas, sociales o personales el hecho puede generar, entre otras alternativas, un desequilibrio en las responsabilidades, conflictos y, en algunos casos, malestar psicológico y un cierto estancamiento en los padres.
Entre otras cuestiones y frente a la inesperada situación, los adultos mayores pueden carecer de tiempo y espacio para el ocio, sufrir ante la responsabilidad excesiva y no tener la posibilidad de delegar ninguna tarea.
Entre el trabajo, las salidas y otras actividades, el tiempo que los hijos adultos pasan en casa puede ser poco, pero la huella de su presencia, al no independizarse totalmente, afecta igualmente a los padres.
Por otra parte, los hijos no son el sostén principal del hogar o, en otras palabras, “no se ponen la familia al hombro”, un hecho no menor que le sigue correspondiendo a los padres.
En general, los hijos adultos que eligen prolongar su residencia en el hogar paterno carecen de una misión de vida que les permita independizarse o tomar su propio rumbo. No piensan en cuestiones profesionales o proyectos personales a futuro, sino que están cómodos ahí, donde y como están.
La solución al síndrome del nido lleno está en la crianza, desarrollando desde la infancia un concepto claro de autoindependencia, otorgando libertad y responsabilidad a los hijos de acuerdo con la edad. Es esencial que los jóvenes cuenten con criterios propios y puedan generar sus propios mandatos de la vida que planifican tener.
La “obligación” de cuidar a los nietos
Otro aspecto no menor en la relación entre padres e hijos adultos se centra en el cuidado de los nietos, una decisión que debe ser consensuada y voluntaria, no una obligación, para evitar el estrés y la sobrecarga al que puedan estar afectados los abuelos.
Los beneficios de la relación abuelos-nietos son mutuos, pues aporta vitalidad y propósito a los mayores y enseñanzas a los niños, pero es fundamental que el cuidado no sea forzado ni exceda capacidades y deseos.
Es importante mantener un equilibrio para que la actividad sea placentera y no se convierta en una carga, respetando que los abuelos tengan sus propias necesidades y su ocio.
Asimismo, los hijos deben valorar si sus padres están en condiciones físicas y emocionales de asumir el rol y ofrecerles apoyo. Valorar y reconocer el esfuerzo de los abuelos que cuidan de sus nietos resulta fundamental para el bienestar de todos.
Muchos hijos creen que es responsabilidad y obligación de los abuelos cuidar de sus nietos, y si no lo hacen se molestan, sin tener en cuenta la posibilidad de que ya no tengan la energía para afrontar la situación o pretendan hacer otras cosas con sus vidas.
Finalmente, nada mejor que los abuelos quieran cuidar a sus nietos, pero esta decisión debe ser libre y consensuada, no un acto de deber ser. Si los abuelos no deciden cuidarlos, los hijos tienen la responsabilidad de encontrar otra manera que estén contenidos mientras ellos estén ocupados.